La acera de los impares
Seis de la mañana. Me despiertan los quejidos de un hombre. La palabra ‘puta’ invade mi habitación. Suena extraña, con el acento en la segunda sílaba. ‘Putá, putá, putá’. No me apetece salir de la cama, pero lo hago, más por conciencia que por curiosidad. Bajo las escaleras de metal de mi minúsculo dúplex y llego hasta el balcón.
La primera brisa del otoño se clava en la desnudez de mis brazos; parece que ya se ha ido el verano, con su ligereza y con mis camisones. Cojo la manta que dejo siempre en el sofá y me cubro con ella. Mi balcón no es el mejor ubicado esta noche, el hombre debe encontrarse tan sólo a unos metros de mi portal, en la misma acera, así que no alcanzo a verlo, pero está solo, no escucho ninguna otra voz. Veo cómo varios vecinos desde sus balcones llaman a la policía.
‘Putá, putá, putá’ La voz continúa obstinada, ajena a nuestros movimientos. No hay urgencia, no pide auxilio, es una queja resignada, agónica, como si creyese merecer su dolor. Alguien debería bajar. Me planteo hacerlo pero sigo impávida, volcada sobre el aparato de aire acondicionado. Aparece entonces un vigilante de seguridad, perfectamente uniformado, el portero nocturno de uno de los edificios de enfrente. Cruza la calle en dirección a la voz y le comunica, creo escuchar, que la policía está en camino. Sin dar más consuelo, gira sobre sus pies y vuelve a su puesto.
La policía llega pasados unos minutos. Cinco coches se alinean a la altura del número 15. Mi portal es el 19 y el hombre debe encontrarse alrededor del número 23 o 25, pero el primer coche frena en seco en el 15, tal como informó sin exactitud mi vecina de enfrente. Detrás lo hacen los otros cuatro. Yo, que aún sigo sopesando mi imparcialidad en el asunto, les grito de pronto: “¡Aquí, aquí!”. Los policías miran un segundo hacia mi planta cuarta, y corren despavoridos como si grandes llamaradas cubrieran los edificios. Pregunto entonces, de balcón a balcón, a mi vecina de los pares. Me cuenta que el tipo se ha pillado con la puerta eléctrica del garaje que está a dos portales del mío. “Se ha pillado” ¿cómo? Pero no pregunto más, observo a los agentes maniobrando alrededor del suceso y espero. Pienso en el título de la novela que me estoy leyendo “Queda la noche” de Delphine De Vigan, me gusta, es evocador. Son tantas las cosas que suceden ahí, en la calle mientras dormimos…las cosas que me sucedían a mí cuando no dormía, esas cosas ... La vida, en busca siempre de ese equilibrio, entre el afuera y el adentro. ¿Existirá? Ese equilibrio, digo. La echo de menos. Mi vida en la noche. Donde todo se para, y una puede ser, donde la identidad pierde su peso. Echo de menos mis noches. Solían ser mi único consuelo al paso del tiempo. ‘Queda la noche’. Gran título.
De pronto el hombre entra en mi campo de visión. Camina despacio, con una ligera cojera, en dirección contraria a mi portal, así que aún sólo puedo verle de espaldas. Parece joven, y bien vestido. La policía le pide la documentación. El chico contesta que no la tiene. Le preguntan si pertenece a la policía italiana, él se ríe y dice que no, que es francés. Le escucho hablar, me resulta familiar, pero es al darse la vuelta para sentarse en el bordillo de la acera cuando me quedo atónita. Lo conozco. Vive en mi edificio. Es amigo de Mourad, un chico marroquí de unos 20 años al que conocí en enero pasado cuando acababa de volver de sus vacaciones de Navidad. Había olvidado las llaves de su casa en Casablanca y me preguntó si me parecía seguro dejar las maletas en el descansillo de la planta baja. Esas fueron las primeras palabras que cruzamos. “Hombre, seguro, seguro.. no es” Le ofrecí dejarlas en mi casa. Eran dos maletas talla XXL, complicadas de transportar. De una educación y modales exquisitos, en cuanto cruzó el umbral y vio mis libros y la guitarra, exclamó: “¡Te gusta Dylan! A mí también, escribo poemas”
Desde entonces, me topo con ellos de vez en cuando, sobre todo con Mourad. Me gusta verles, son chicos curiosos, despreocupados, alegres… con esa soltura que te da vivir fuera de tu país, lejos de tu familia y de sus códigos; chicos que han leído a Kerouac, que creen en todo el ideario beat, fieles a una estética romántica sin impostura alguna. Fuman, se emborrachan, se sientan en los portales, en las aceras, hablan de poesía, y además tocan; rebosantes de vida.
Alex, Alexandre, es el nombre del ‘hombre del garaje’, pero esta noche no consigo recordarlo. Pues bien, Alex sigue sentado en la acera conversando con la policía sin prestar mucha atención a nada que no sea el dolor de su pie. Su actitud desinhibida está molestando a los agentes. “¿Dónde vives?”, le preguntan, y él, sin inmutarse, alarga su brazo hacia mi portal. “Ahí, vivo ahí” Pienso: “No tiene llaves”, “Pues venga, para casa”, le exhortan. Se levanta y, despacio, cojeando, avanza hacia mi portal. Mi vecina de los pares me grita: “Oye, ¡pero si vive en tu bloque!” Entonces, los diez agentes y Alex, que está explicándoles que, “¡bingo!”, no tiene las llaves de su casa, miran hacia nosotras. La voz que ha despertado a medio vecindario grita mi nombre: “¡Marta!”
Un agente me pregunta: “¿Lo conoce?”, “sí”, contesto, y mirando a Alex empiezo a balbucear : ” eres el amigo de, de….”. Alex termina la frase: ‘¡Sí, de Mourad!’.
El agente me pide que baje. Pillo el primer vestido que veo en el armario y me tiro escaleras abajo. Nada más abrir la puerta, la policía se esfuma. Alex me dice que lo siente muchísimo. ‘Estoy vergonzoso’, me repite con su fuerte acento francés; no para expresar timidez, sino para comunicarme ‘que se siente avergonzado’. Le pregunto que qué ha ocurrido y le invito a pasar. Uno de los coches de policía para a la altura del portal para comprobar que todo está en orden. Les doy las buenas noches con cierto aire conciliador como si Alex, que acaba de recordarme su nombre, fuese mi novio o mi hermano. Me cuenta entonces que había quedado con Mourad en la plaza del Dos de mayo para volver juntos a casa porque él había olvidado sus llaves. Pero se retrasó más de dos horas. Y claro, ni rastro de su amigo. Mourad a su vez se había dejado el móvil en casa, así que no habían podido comunicarse. A los dos les salió la barba con un móvil en la mejilla y parece que se despegan de él. Me gusta que haya gente tan joven que va a contracorriente. Termina de contarme que él siempre había pensado que ese garaje pertenecía a nuestro bloque y que por tanto tendría un acceso hasta su casa. Por eso, al ver que la puerta estaba cerrándose, pretendió pararla con el pie y entrar.
Aquí terminan los hechos. Alex subió a mi casa. Con la mayor naturalidad me pidió permiso para terminar de fumarse el porro que sacó del bolsillo interior de su cazadora; escribió a Mourad desde mi ordenador y esperó sentado en el sofá mientras yo recogía mi cocina americana, a un metro de él, antes de servirle un vaso de agua. Pasados cinco minutos sin recibir respuesta de su amigo, dijo con determinación : “Bueno, me voy”. Me dio las gracias repetidas veces haciendo gala de una cortesía impecable, y se disculpó por haber perturbado mi sueño. Le dije que podía quedarse si quería, echarse un rato... No quiso aceptarlo, me dijo que en su cultura esa hospitalidad no era habitual. “¿Cuál es tu cultura?”, le pregunté sorprendida, sólo sabía que era de París porque me lo acababa de contar. “Soy judío”, dijo. “Ah, como Mourad”. No sé cómo formulé semejante afirmación, porque sabía que Mourad era musulmán, pero debí de archivar en algún lugar de mi cabeza que al ir siempre juntos serían de la misma religión. “No, Mourad es musulmán. Somos primos, que no hermanos. Ni gays” Nos reímos, pero él enseguida se puso serio de nuevo. Se levantó del sofá, se ajustó la cazadora que no se había quitado y caminó hacia la puerta con esa dignidad que sostienen en el andar los cojos de verdad. Y ahí, con su mano en el picaporte, le volví a preguntar que adónde iba a ir. Sin mirarme, me soltó con contundencia, “A buscar a Mourad”. “Jesús” pensé, “qué tenacidad”. Pero sonreí sin mediar palabra. Conozco bien a los de esa especie.
Al día siguiente Mourad se comunicó conmigo al ver los mensajes en Facebook. A las dos de la tarde aún no sabía nada de Alex. Me dijo que él había pasado la noche en casa de tres chicas muy simpáticas que le habían recogido de la plaza del Dos de mayo. Se había quedado dormido esperando a Alex. Él sí había sido puntual. Y nada más, se alegró de que Alex no hubiese acabado en el ‘calabozo’, me hizo gracia que usase esa palabra, y más gracia aún el hecho de que no le pareciese tan grave la historia. Se disculpó en nombre de su amigo, con ese tono suyo elegante que usa siempre para tratar cualquier asunto. Le pedí que por favor se cuidasen, con una autoridad casi maternal, muy rara en mi, y ahí quedó todo el asunto.
Aquella mañana al salir de casa me quedé parada mirando el pasamanos de la escalera. El brillo de la madera jugaba, como cada día, con la luz de la ventana. Los acontecimientos de la noche anterior, toda esa adrenalina, no se habían filtrado ni en el polvo de las esquinas. Sólo tal vez el silencio, los hilos finos que lo componen, tenían en mis oídos una mayor presencia de lo habitual. Recordé a Alex entrando en el ascensor que ahora yo esperaba. Otra vez me poseía la misma añoranza que había sentido al despedirme de él. Como un espejo Alex me devolvía la imagen de aquella vida mía, urgente, accidentada, en donde cualquier catástrofe era posible. Se abrió la puerta del ascensor, entré y me miré en el espejo. El peso. Mi pasado, mi presente…ese presente mío que siempre había dejado suspendido en el aire, como el ascensor que me sostenía, siempre dispuesto para el viaje, para viajes en los que yo era impulsada por fuerzas ajenas a mí, viajes donde otros dedos eran los que marcaban los números.
Pulsé el cero, pisé la planta baja y salí a la calle. Un día precioso. Cerré los ojos e incliné la cabeza hacia el cielo dejando que el sol me calentase las mejillas. Ese era mi viaje. El mío. Caminar y dejar que el sol me calentase las mejillas. Por hoy era suficiente. Más que suficiente. Nadie pedía auxilio, yo tampoco.